Ayer fui al entierro del padre de un amigo mío en un pueblo
de la Sierra de Cádiz. Omito el nombre del pueblo y del sacerdote oficiante
para no herir la posible susceptibilidad del ministro en cuestión. Lo cierto es que tampoco este post es una crítica a su labor, sino simplemente una breve reflexión de unos cuántos detalles que llamaron mi atención de manera poderosa. Puede que fuera por tratarse de un pueblo relativamente pequeño, aunque elementos comunes encuentro también en mi ciudad.
El primer detalle que me resultó curioso fue la manera de entrar la gente en la
Iglesia. Creo, sinceramente, que nos gusta el morbo. Tengo que reconocer que en
un primer momento estaba en la Iglesia rezando, pero al tardar el coche
fúnebre, salí hasta que hizo acto de presencia. La llegada del cadáver fue presenciada
del mismo modo que la llegada de una novia al Altar. Mucha más gente fuera que
dentro, la mayor parte de ellas no excesivamente afectadas por el deceso, sino
más bien aglutinadas allí por ser un acontecimiento del pueblo que había que
presenciar para tener algo de que hablar en las tertulias posteriores. El algarabío y las risas fueron cortadas de golpe con la llegada del coche adornado por sus coronas fúnebres. Cigarros apagados, silencio absoluto, expectación máxima.
Cuando el féretro entró en la Iglesia, la familia ocupó las
primeras bancas, pero el tropel de gente que estábamos en el exterior -me
incluyo en la masa anónima- acudimos corriendo casi entre empujones a coger un
sitio en algún banco. Yo me quedé de pie detrás, anonadado y preguntándome a mí
mismo: Si tanto interés tenían en coger sitio para sentarse, ¿Por qué no esperaron dentro…?.
Al ubicarme apoyado en una columna de la nave lateral,
observé con pesar un segundo detalle curioso: Las que corrían eran casi todas
mujeres, apenas unos cuántos hombres entre los que vuelvo a incluirme habían entrado en el templo. Supongo que éstos se habían quedado fuera fumando y charlando del tiempo, de fútbol, de economía o de política, por lo que respecta al difunto ya habrían visto bastante para la comidilla de la tarde…
Delante de mí, no obstante, se situó un matrimonio de
avanzada edad. Conseguí centrarme en la recién comenzada Eucaristía exequial,
incluso oyendo con gusto la prédica del sacerdote, no excesivamente larga y
bastante interesante a mi juicio. Mi sorpresa y mi desconcierto fue que al terminar
la homilía, el marido le comentó a su mujer: “No menterao de ná” (Traduzco del "Andaluz" al Castellano para mis amigos de América, que son mayoría de lectores
de este Blog: “No me he enterado de nada”). La mujer silenció a su esposo con
un psssshhh, supongo que poniendo un toque de discreción ante la presencia
detrás suya de un forastero extraño al pueblo, que no era otro sino el que
suscribe estas palabras.
Tengo que reconocer que a partir de ese momento, nunca mejor
dicho, se me fue el Santo al Cielo. A duras penas conseguí centrarme en la
Eucaristía, pues ya mi cerebro (la loca de la casa, como decía Santa Teresa)
iba por otros derroteros. ¿Se refería ese hombre a su más que posible sordera?
Fue mi primera cavilación. Era una posibilidad cierta, pero supuse que la mujer
conocería de sobra ese posible defecto de su marido, en cuyo caso el comentario
no vendría a cuento y lo descarté. ¿Era más bien una crítica a una megafonía
que ciertamente dejaba mucho que desear? Fue mi segundo pensamiento, también
plausible, pero si son del pueblo, será la misma megafonía de todos los
domingos, así que la opinión tampoco tenía sentido en ese momento exacto de la
misa… ¿Se trataba entonces el contenido de la homilía lo que constituía el
objeto de la crítica? Pensé. No creo, pues a mí personalmente me había gustado.
Estaba bien estructurada, no excesivamente larga y un lenguaje…
"Quieto, un momento....", pensé, y rebobinando mentalmente caí en
la cuenta que en los apenas diez minutos de prédica habían salido a relucir
palabras como escatología, parusía, comunión de los Santos, redentor, intercesión…
y otras tantas, que yo –al igual que el sacerdote que las predicaba- hemos estudiado durante más de ocho años, pero que no tienen que formar parte del
acervo cultural del cristiano de a pie.
Creo que ésa es la clave, y es ésa la crítica -constructiva, bien lo sabe Dios- que realizo a
muchos de los sacerdotes de hoy. Se predican a sí mismos o a un público que
esté a su altura intelectual. No quiero decir con esto que haya que rebajar el
nivel teológico de los ministros del Señor, pero sí saber exponer el mensaje en un
lenguaje actual y cercano. Sin chabacanerías, sin simplicidades, pero dejando a
un lado palabras que la gente no entiende o no han escuchado en su vida. Una
cosa es una charla a un público con un cierto nivel intelectual y otra muy
distinta una misa exequial. Sé que la frontera es tan sutil como difícil de
percibir por el orador, pero si al ya casi incomprensible para el pueblo llano lenguaje litúrgico
añadimos una homilía elevada le realidad es que la gente no se entera de nada. Si hay algo que está acercando al Papa Francisco a todas las personas de todas las edades y de todos los niveles culturales es que se le entiende todo, palabra por palabra. La grandeza de un orador consiste en saber ponerse al nivel de su audiencia, sea del nivel intelectual que sea.
Tras dar el pésame a la familia y en el trayecto de vuelta a
Jerez, pensé para mis adentros… Cuantas veces muchos sacerdotes habrán salido
orgullosos de una homilía brillante, bien preparada, incluso bien expuesta -no es nada fácil hablar en público- y, sin embargo, entre los bancos el comentario
generalizado habrá sido: “No menterao de ná…”